EL ORDENADOR Y LA
MENTE de Philip N. Johnson-Laird, Ed. Paidós,
2da. Edición revisada, Buenos Aires, 2000, 412 págs. (Publicado
originalmente el Suplemento Cultural de El País)
La idea de que el cerebro
es una suerte de computadora sofisticada está generalizada aunque
nunca ha logrado el apoyo unánime de la comunidad científica dado
que implica demasiadas cosas a nivel moral, científico, e incluso
metafísico. El investigador británico Johnson-Laird se ha
propuesto, desde los años 70, profundizar en las analogías entre
los ordenadores y el funcionamiento de la mente para demostrar,
empírica y racionalmente, que todos los procesos mentales son
computables y que hay un modelo global de funcionamiento que explica
la dinámica de todas las acciones humanas. Para elucidar los
diferentes aspectos de la vida mental mediante teorías computables
se propuso la consideración de las principales tareas de la mente
humana tales como la percepción del mundo, los procesos de
aprendizaje y su relación con la memoria; los mecanismos de
reflexión y de creación; los procesos comunicacionales; y la
génesis de la experiencia de sentimientos, intenciones y
autoconciencia.
El desarrollo de la
ciencia cognitiva en esta dirección ha dado buenos frutos en
numerosos campos como el de la neurofisiología, la genética, o el
de la inteligencia artificial. Los fisiólogos trabajan actualmente
con éxito en el desarrollo de interfases que permitan sustituir los
órganos de los sentidos por máquinas para poder así -por ejemplo-
restituirle la vista a los ciegos. Los ingenieros en genética, en
cambio, han utilizado las teorías cognitivas computables para
explicar, modificar, y controlar el comportamiento de formas de vida
inferiores. Y en el campo de la inteligencia artificial, se han
logrado robotizar plantas industriales y desarrollar máquinas
ajedrecísticas con habilidades similares a las de los grandes
campeones mundiales. La eficacia operativa de estas teorías le ha
otorgado un nuevo valor estratégico a los estudios de la cognición,
y gran parte de la comunidad científica mira en esa dirección.
De este lado del
Atlántico, Philip Johnson-Laird no resulta un autor tan conocido
como pueden serlo sus colegas Jerome Bruner o George Miller aunque su
estatuto académico sea parecido. Sin embargo, para el mundo
académico anglosajón Johnson-Laird es quizás la figura más
sobresaliente del panorama de las ciencias cognitivas y el expositor
mejor dotado para presentar en forma accesible sus ideas. Ha
desarrollado gran parte de su carrera en Cambridge y se ha destacado
por su capacidad para amalgamar las fuentes de conocimientos más
diversas en su elaboración de modelos de funcionamiento mental.
Johnson-Laird sabe bien que el problema teórico contemporáneo más
importante no es la producción de conocimientos específicos nuevos,
sino el establecimiento de síntesis globalizadoras que respeten lo
descubierto por las diferentes disciplinas y subdisciplinas asociadas
al estudio de los procesos mentales. De ahí que se imponga la
necesidad de un nuevo enciclopedismo teórico que contemple tanto los
aportes de la neuroquímica como la ingeniería de sistemas.
El primer gran trabajo de
Johnson-Laird fue Mental Models (1983) donde esbozaba las ideas que
cinco años después articularía magistralmente en este manual de
psicología cognitiva consistente y arrollador. A cada paso,
Johnson-Laird se esfuerza por contrastar sus hipótesis de trabajo
con los aportes de la biología, la etología, la lingüística, o
incluso el psicoanálisis, procurando un marco lo suficientemente
abarcativo como para explicar convincentemente los procesos de
razonamiento y de desarrollo de la inteligencia sin dejar de lado los
aspectos emocionales y afectivos involucrados. Simultáneamente se
encarga de señalar las insuficiencias de los modelos propuestos por
el estructuralismo y la Gestalt.
Por ejemplo, cuando le
toca el turno a Piaget, señala que este destacado piscólogo suizo
"...nunca proporcionó una explicación del desarrollo de las
estructuras mentales que fuera lo suficientemente explícita como
para ser modelada en un programa de ordenador" ,y que por lo
tanto su teoría es como un reloj virtual sin maquinaria posible.
La síntesis lograda por
Johnson-Laird impresiona al resolver problemas teóricos de muy
diversa índole (perceptuales, cognitivos, sensoriales, etc.)
mediante leyes relativamente simples que se aprovechan habitualmente
para el diseño de programas de computación.
De todas formas, pese a
la solidez del modelo computacional, todavía resulta muy primitivo
en muchos aspectos. No es posible aún deducir de este modelo una
psicopatología que vaya más allá de ciertos problemas muy
evidentes de "hardware". Tampoco resulta muy útil para
entender los procesos históricos de producción de subjetividad o la
génesis social de los valores.
Luego de la lectura de
este volumen el lector puede preguntarse si todo nuestro conocimiento
de la realidad no será más que un conocimiento de los modelos
teóricos que hemos elaborado para manejarnos en un mundo confuso y
cambiante. Tal vez por eso en el siglo XVIII, durante el imperio de
las máquinas a vapor, se empezó a considerar al ser humano como una
obra de relojería orgánica con motorcitos, poleas, y fluidos que
circulaban abriendo y cerrando válvulas. En esta era en que todo se
digitaliza, convirtiendo la energía en símbolos y los símbolos en
acciones operadas por computadoras, resulta lógico suponer que
observemos la naturaleza humana desde la lógica binaria de un
computador. A veces se ve sólo lo que se quiere ver y lo que una
cultura determinada permite ver.
El filósofo Bertrand
Russell, luego de haber estudiado numerosos protocolos de
investigación muy bien fundamentados, señaló con sagacidad cómo
los animales "evidenciaban" las idiosincrasias nacionales
de los investigadores. Había observado que los animales estudiados
por los norteamericanos se movían frenéticamente y hacían un gran
despliegue de energía hasta dar con el solución por ensayo y error.
Para los alemanes en cambio, sus animales permanecían quietos
observando el origen del problema y reflexionando alternativamente
sobre las soluciones ya ensayadas hasta que finalmente daban con la
correcta.
Juan
E. Fernández
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