jueves, 11 de febrero de 2016

El CEREBRO, LA MENTE Y LAS COMPUTADORAS


EL ORDENADOR Y LA MENTE de Philip N. Johnson-Laird, Ed. Paidós, 2da. Edición revisada, Buenos Aires, 2000, 412 págs. (Publicado originalmente el Suplemento Cultural de El País)

La idea de que el cerebro es una suerte de computadora sofisticada está generalizada aunque nunca ha logrado el apoyo unánime de la comunidad científica dado que implica demasiadas cosas a nivel moral, científico, e incluso metafísico. El investigador británico Johnson-Laird se ha propuesto, desde los años 70, profundizar en las analogías entre los ordenadores y el funcionamiento de la mente para demostrar, empírica y racionalmente, que todos los procesos mentales son computables y que hay un modelo global de funcionamiento que explica la dinámica de todas las acciones humanas. Para elucidar los diferentes aspectos de la vida mental mediante teorías computables se propuso la consideración de las principales tareas de la mente humana tales como la percepción del mundo, los procesos de aprendizaje y su relación con la memoria; los mecanismos de reflexión y de creación; los procesos comunicacionales; y la génesis de la experiencia de sentimientos, intenciones y autoconciencia.
El desarrollo de la ciencia cognitiva en esta dirección ha dado buenos frutos en numerosos campos como el de la neurofisiología, la genética, o el de la inteligencia artificial. Los fisiólogos trabajan actualmente con éxito en el desarrollo de interfases que permitan sustituir los órganos de los sentidos por máquinas para poder así -por ejemplo- restituirle la vista a los ciegos. Los ingenieros en genética, en cambio, han utilizado las teorías cognitivas computables para explicar, modificar, y controlar el comportamiento de formas de vida inferiores. Y en el campo de la inteligencia artificial, se han logrado robotizar plantas industriales y desarrollar máquinas ajedrecísticas con habilidades similares a las de los grandes campeones mundiales. La eficacia operativa de estas teorías le ha otorgado un nuevo valor estratégico a los estudios de la cognición, y gran parte de la comunidad científica mira en esa dirección.
De este lado del Atlántico, Philip Johnson-Laird no resulta un autor tan conocido como pueden serlo sus colegas Jerome Bruner o George Miller aunque su estatuto académico sea parecido. Sin embargo, para el mundo académico anglosajón Johnson-Laird es quizás la figura más sobresaliente del panorama de las ciencias cognitivas y el expositor mejor dotado para presentar en forma accesible sus ideas. Ha desarrollado gran parte de su carrera en Cambridge y se ha destacado por su capacidad para amalgamar las fuentes de conocimientos más diversas en su elaboración de modelos de funcionamiento mental. Johnson-Laird sabe bien que el problema teórico contemporáneo más importante no es la producción de conocimientos específicos nuevos, sino el establecimiento de síntesis globalizadoras que respeten lo descubierto por las diferentes disciplinas y subdisciplinas asociadas al estudio de los procesos mentales. De ahí que se imponga la necesidad de un nuevo enciclopedismo teórico que contemple tanto los aportes de la neuroquímica como la ingeniería de sistemas.
El primer gran trabajo de Johnson-Laird fue Mental Models (1983) donde esbozaba las ideas que cinco años después articularía magistralmente en este manual de psicología cognitiva consistente y arrollador. A cada paso, Johnson-Laird se esfuerza por contrastar sus hipótesis de trabajo con los aportes de la biología, la etología, la lingüística, o incluso el psicoanálisis, procurando un marco lo suficientemente abarcativo como para explicar convincentemente los procesos de razonamiento y de desarrollo de la inteligencia sin dejar de lado los aspectos emocionales y afectivos involucrados. Simultáneamente se encarga de señalar las insuficiencias de los modelos propuestos por el estructuralismo y la Gestalt.
Por ejemplo, cuando le toca el turno a Piaget, señala que este destacado piscólogo suizo "...nunca proporcionó una explicación del desarrollo de las estructuras mentales que fuera lo suficientemente explícita como para ser modelada en un programa de ordenador" ,y que por lo tanto su teoría es como un reloj virtual sin maquinaria posible.
La síntesis lograda por Johnson-Laird impresiona al resolver problemas teóricos de muy diversa índole (perceptuales, cognitivos, sensoriales, etc.) mediante leyes relativamente simples que se aprovechan habitualmente para el diseño de programas de computación.
De todas formas, pese a la solidez del modelo computacional, todavía resulta muy primitivo en muchos aspectos. No es posible aún deducir de este modelo una psicopatología que vaya más allá de ciertos problemas muy evidentes de "hardware". Tampoco resulta muy útil para entender los procesos históricos de producción de subjetividad o la génesis social de los valores.
Luego de la lectura de este volumen el lector puede preguntarse si todo nuestro conocimiento de la realidad no será más que un conocimiento de los modelos teóricos que hemos elaborado para manejarnos en un mundo confuso y cambiante. Tal vez por eso en el siglo XVIII, durante el imperio de las máquinas a vapor, se empezó a considerar al ser humano como una obra de relojería orgánica con motorcitos, poleas, y fluidos que circulaban abriendo y cerrando válvulas. En esta era en que todo se digitaliza, convirtiendo la energía en símbolos y los símbolos en acciones operadas por computadoras, resulta lógico suponer que observemos la naturaleza humana desde la lógica binaria de un computador. A veces se ve sólo lo que se quiere ver y lo que una cultura determinada permite ver.
El filósofo Bertrand Russell, luego de haber estudiado numerosos protocolos de investigación muy bien fundamentados, señaló con sagacidad cómo los animales "evidenciaban" las idiosincrasias nacionales de los investigadores. Había observado que los animales estudiados por los norteamericanos se movían frenéticamente y hacían un gran despliegue de energía hasta dar con el solución por ensayo y error. Para los alemanes en cambio, sus animales permanecían quietos observando el origen del problema y reflexionando alternativamente sobre las soluciones ya ensayadas hasta que finalmente daban con la correcta.

Juan E. Fernández

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